Frostpunk y la decisión del futuro de la sociedad

Siempre digo que jugando a diferentes juegos (concretos) se pueden explicar un montón de cosas. Y en este ejemplo, se sigue confirmando la regla.

No debería sorprenderme viniendo del estudio 11 bits, creadores de (entre otros títulos) This War of Mine (y sus decisiones morales) o el actual Children of Morta (y sus lazos y vínculos familiares).

El título del que voy a hablaros tiene ya algo más de un año (fue lanzado en 2018), pero con la reciente llegada a las videoconsolas, me he animado a comentar algunas de sus virtudes y sobre todo, la forma que tiene de hacernos reflexionar. Ahora más que nunca.

Para contextualizar un poco, Frostpunk podría definirse como otro “típico” constructor de ciudades, pero esto se quedaría exageradamente corto. Porque (para mí) comparar el fondo de Frostpunk con el de “un SimCity” es imposible.

La estructura narrativa se basa en una gran glaciación que ha hecho que la tierra caiga. Y nosotros, habitantes de Londres, migramos al norte, en busca de unos reactores que nos darán calor, cobijo, tranquilidad y seguridad. Supervivientes somos y en ciudadanas nos convertiremos.

Como jugadoras, encarnaremos al líder (o capitán) de este grupo de emigrantes forzosos. Tendremos que guiarlos, cuidarlos y procurar recursos con un único objetivo: su bienestar.

En Frostpunk cada decisión que tomemos tendrá un impacto directo en nuestras ciudadanas y ciudadanos. Y en consecuencia, en la sociedad que vamos a reconstruir.

Existen varios factores en los que tendremos que fijarnos:

  • El frío, que vendrá en oleadas (y aprieta mucho).
  • Los recursos (carbón, madera, acero y comida). Tendremos que abastecer a la población y edificios.
  • El descontento. ¿Están conformes con nuestras decisiones y con la sociedad que estamos construyendo?
  • La esperanza. ¿Vislumbran nuestras ciudadanas un futuro en nuestro nuevo hogar?

No quiero extenderme a nivel “mecánico” dentro del juego. Creo que tenéis a mano reseñas de sobra para profundizar más. Pero si vamos al núcleo, se puede explicar con: controla tus recursos, construye edificios, investiga avances tecnológicos y mejora tu comunidad. Lo que viene siendo un constructor de ciudades (con un toque post-apocalíptico).

A mí, en lo personal, y por lo que estoy totalmente prendado de este juego es por una pregunta (que es sobre la que acabará recayendo todo):

¿Hasta donde estás dispuesta a llegar por “tu pueblo”?

Porque se te plantearán problemas y decisiones morales. ¿Jornadas enormes de trabajo cuando sea necesario? ¿niñas y niños trabajando? ¿o una educación en medicina e ingeniería? ¿permitirás enterrar a los muertos o simplemente los amontonarás a las afueras? ¿optarás por la fe o por el orden en tu “nueva sociedad”?

De todas estas decisiones dependerá el descontento y la esperanza de tu pueblo. Y sobre todo, observarás lo fácil que es caer en (un momento determinado) decisiones rápidas, pero con consecuencias catastróficas (o en todo caso, de dudosa moralidad).

Y es que este juego no perdona. Las condiciones climáticas son complejas y habrá muertes. Y escasez de comida, congelamiento, enfermedades… y en consecuencia: malestar y desesperación.

Si eres hábil, podrás tener tus recursos controlados, pero… ¿cómo crearás una sociedad? (porque gestionando recursos únicamente no se crea una sociedad).

Y aquí llega el árbol de leyes, que creo, es lo que lo hace realmente especial. Tenemos leyes de adaptación al entorno, de fe, de orden y autoridad… Incluso en algunos momentos determinados, tendremos que tomar un camino a seguir.

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Voy a contaros una historia personal de una partida. Puede contener algún “destripe” narrativo, aunque también os lo podéis tomar como una simple historia emergente de una partida cualquiera.

Mi pequeña población crecía con cierta comodidad, mis exploradores viajaban por aquellos páramos congelados, rescatando a supervivientes que, posteriormente, se unirían a mi comunidad. Hasta que no sé muy bien el motivo… todo empezó cambiar.

El frío aumentó, la comida empezaba a ser escasa y claro, las ciudadanas y ciudadanos se comenzaron a cansar de ciertas decisiones. Turnos de 24 horas, cadáveres amontonados a las afueras e incluso, una última ley por la que estos cuerpos inertes servirían de abono, no sentaron muy bien.

Poca esperanza en un futuro prometedor y el aumento del descontento.

¡Maldita sea! Había permitido que los niños se instruyeran en medicina, ayudando a los centros médicos, les había facilitado un hospicio para su comodidad. Todo lo que hacía, lo hacía por ellos, por mi ciudad (véase en como mi mente comenzó a pensar mediante el posesivo “mi”).

Y entonces se abrió una puerta nueva: la elección entre la fe y el orden. Y claro, por coherencia, si había elegido que no hubiese entierros, que todo iba a ir orientado a ser productivos y a formar ciudadanas capaces, iría al orden.

Con la llegada de las capataces y las reuniones matutinas todo mejoró. Incluso incorporé algunos supervisores en torretas para que los niños no se hiciesen daño cuando jugaban. La esperanza volvía a crecer. Estaba contento, abrí un Pub y un Club de Lucha, para crear vínculos (asociaciones) con esa vieja (y gloriosa) Londres Victoriana. El orgullo de una nación. La nación que YO estaba construyendo.

Hasta que algunas personas quisieron volver. ¡No lo podía creer! Me iban a abandonar A MÍ. Con todo lo que me estaba suponiendo (el juego, a nivel económico, es complejo de manejar).

Y llevado por ese despecho aprobé algo que me llenó de orgullo: un centro de propaganda. Ellas no se habían dado cuenta de lo bueno que era, habría que enseñárselo. Y a esos supervisores de las torretas, les fui dando poco a poco más y más poder hasta convertirse en una guardia con pleno derecho a desterrar a malhechores.

No entendí el motivo, pero el descontento crecía. Había comida, calor y recursos. Había un orden. Mi orden.

Así que una serie de decisiones más (por su bien, claro. O eso pensaba yo) me llevaron a instaurar un totalitarismo en toda regla.

El track de esperanza desapareció (literalmente). Porque en el totalitarismo no la hay. Solo hay obediencia. La patria, las banderas de un nuevo pueblo. Íntegro, puro. Da igual la bandera que haya izada, siempre es igual.

Según veía todo aquello, sinceramente, se me caía el alma al suelo. ¿En serio yo había creado aquello? (y no hablo del líder dentro del juego, sino de Pepe, el jugador que manejaba el mando).

Ahora el descontento era tan fácilmente controlable como ejecutar a una persona con otras ideas. Estaba a una simple pulsación de un botón.

Y pensar lo que costaba al principio: acumula recursos, intenta cuidar a los ciudadanos, procura turnos responsables, ofrece educación, crea recursos….

Y ahora, con pulsar un botón… ya estaba controlado.

Tan horrible y tan real como la vida misma.

A veces es más sencillo pulsar un botón que hablar y ofrecer soluciones. El camino más corto en lugar del más costoso.

Qué pena que muchas personas (las que tendrían que hacerlo) no jueguen una partida a FrostPunk. Y luego, que reflexionen un poco sobre lo que hacen.

Creo que aprenderían cosas. Y nos iría a todas y todos mejor.

Porque al final, una sociedad no son sus dirigentes (ni lo era yo como “líder”) sino que la conforman las ciudadanas y ciudadanos. Ellas y ellos pagan las consecuencias de las decisiones o inacciones de sus gobernantes.

Y ver como sufren, en un juego, o en la vida real, a muchas personas, nos duele. Y mucho.

No lo olvidemos nunca.

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2 comentarios

  1. buenas tardes.
    A mi me parece un juegazo, eso si…dificil de cojones, pporque como dices lo de controlar el descontento….es chungo, chungo, y hagas lo que hagas habra quien no le guste, pero el juego me esta encantando..eso si…siempre me acaban echando…es un pelin fustrante

  2. Al principio me sucedía lo mismo, hasta que vas regulando y adaptándote.
    Eso sí… como venga una buena tormenta… di adiós a todo.
    Gracias por comentar Jordi.
    Abrazo!

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